Las librerías de viejo son verdaderas zonas de distensión para los lectores en Bogotá

Publicado:
26
Nov
2012
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Tener librero propio es tan importante como frecuentar al psiquiatra o al panadero. Me refiero a los dueños o responsables de las llamadas librerías de viejo que conservan su eterno encanto, con el agregado del celular y el correo electrónico para satisfacer mejor la libido legenda de su feligresía.

Si bien no han perdido su nombre, los veteranos son cada vez más jóvenes. El relevo generacional se ha dado, sin que la vieja guardia haya desaparecido de la escena. Son necesarios como una puesta de sol. Forman parte del paisaje cultural que ayudan a enriquecer.

Así como terminamos pareciéndonos a nuestro perro, el viejo librero terminará pareciéndose a las carátulas de sus libros. Hay clientes que terminan pareciéndose a sus libreros. Es su forma de dar gracias por los favores culturales recibidos.

Los viejos-jóvenes libreros son el eslabón encontrado entre la cultura y el ciudadano de a pie que no tiene con qué comprar en las grandes librerías. A las suyas en algunas partes se les dice «librerías agáchese», tal vez porque nos tropezamos con ellas en la calle.

Click para ampliarEl modus operandi no ha cambiado: el cliente pregunta por equis novela y de una vez se activan las papilas olfativas que llevan al librero al sitio donde espera el ejemplar. Me sucedió cuando le pregunté a Célico -de la librería Merlín, en la carrera 8A con calle 15- por obras de Julio Camba. Tenía algunas. A medida que le llegan otras del español, Célico llama a su cliente. O le escribe desde merlinlibros@hotmail.com. Son las reglas de juego.

Una de las principales características de los libros es su olor, ventaja que le llevarán siempre a Internet. Si por este sentido no lo ubica en su disco duro, el librero -o librera, porque ellas llegaron hace rato para quedarse- recurrirá a otros trucos, incluida la memoria visual, que le dirá dónde está el ejemplar en su babel de papel. Los viejos libreros y los nuevos se siguen pareciendo porque se encargan de satisfacer ese desordenado apetito de libros que llevamos dentro.

Armando Correa, de la librería Pensamiento Crítico, vecina de Merlín, tiene para la venta (por 52.000 pesitos) la agotada Faunética, del Caro y Cuervo. «Olvídese, los libros no son baratos», comentó Correa, un señor delgado. Parece que hiciera la dieta de don Quijote. Su tarjeta de presentación ofrece libros de historia, literatura, economía, sociología, política, educación, antropología y filosofía.

 Jorge Acuña, quien despacha desde su sanctasanctórum de la calle 19, me consiguió Los tres pelos del diablo, de autor anónimo. Fue el primer libro que me regaló un tío el día de la Primera Comunión. Pongámosle apenas cincuenta años a ese primer deslumbramiento con la lectura.Nacemos no sólo con los polvos contados, dicho sea con el Nobel de Aracataca. En ese ADN, que es nuestra cédula en tres letras, llevamos la lista de los libros que algún día despacharemos. Muchas de las novelas leídas o por releer a veces sólo están disponibles en estos relajados lugares, verdaderas zonas de despeje, de distensión.

En la Bogotá Capital Mundial del Libro e Iberoamericana de la Cultura es posible encontrar librerías de éstas en cualquier punto de la rosa de los vientos. Pero es en el Centro Cultural del Libro, en la carrera octava con Jiménez y alrededores, donde podemos encontrar en fogoncito, apretaítas, estas casas de citas con nuestras amantes de papel, las únicas que nos admiten en casa.

Los libreros ven llegar al hambriento cliente y casi podría decirse que de entrada le calculan el revuelto de sus apetencias literarias. Como los papas, no fallan. Y se va creando una complicidad entre las partes, tan estrecha como la que puede haber entre la playa y la ola, entre el barman y el borrachito que va desgranando sus tusas de amor. 

Los más consentidos, poco a poco, adquieren derecho a un taburete donde pueden acomodar sus posaderas. De pronto hasta tinto o trago les ofrecen en la trastienda. Es un honor que hay que ganarse a pulso. O sea, comprando, comprando y comprando.

Uno mira al librero y de pronto lee en sus ojos las historias que se cuentan en los libros que lo acompañan. Mirándolos da la sensación de que Ulises, Aureliano Buendía, Lisístrata, la pacifista de la comedia del gran Aristófanes, reencarnan en él.

La modernidad obliga a la globalización del librero, que se las tiene que ingeniar para convertirse en autoridad en toda clase de libros. Sin descartar textos escolares, universitarios, jurídicos, técnicos, históricos, deportivos, médicos. Generalmente, cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas, o sea su propio nicho. En este sentido, no se pisan las mangueras. Se respetan sus espacios, como dicen las parejas modelo 2007. Sin querer queriendo, se ayudan. Si no tienen determinado libro, sugieren dónde se puede adquirir. Ya vendrá la reciprocidad. Son otros gajes del oficio.

Los hay que casi derraman una nada furtiva lágrima cuando tienen que desprenderse de alguna joya que por azar cayó en sus manos. Al final, prefieren al comprador que acredite mínimos requisitos para quedarse con la pieza. Decirle adiós es como renunciar a la prótesis dental.

De reojo, miran en el periódico los avisos clasificados sobre muertos. Entre los que parten puede haber una futura buena compra de libros. Otros ejemplares les llegan a su refugio. Allí se produce el normal regateo. Son tacaños para comprar, implacables para vender. Tienen mucho de cirujanos plásticos. Los libros deteriorados que compran son sometidos a delicadas operaciones, y los dejan «parcialmente » nuevos.

Hacen fiesta cuando le encuentran a su cliente la traducción más adecuada de la obra: por decir algo, Orgullo y prejuicio, de la divina Jane Austen, la recomiendan traducida por Armando Lázaro Ros; Memorias de Adriano por el Cronopio Cortázar...

«Libro que no le podamos conseguir no existe», es otra de las inquebrantables normas. Si no tienen ese cuento que le alborota sus nostalgias de lector, lo buscarán por aire, mar o tierra. Cojea pero llega. Para eso están las herramientas viejas, o las modernas, sus graciosas majestades el celular y el correo electrónico. Además, no hay libro que no pueda ser ubicado a través de Internet.

Hay librerías que caminan. Son aquéllas que hoy están en el Parque Santander, mañana en el de los Periodistas, Las Nieves, la Plazuela del Rosario, el Parque Nacional, o en mercados de las pulgas como los de Usaquén o la carrera séptima con calle 24. Donde menos se piensa salta la liebre del libro.

Texto: Óscar Domínguez G.
Fotos: Germán Izquierdo y Rafael Caro