‘DELINQUIR NO PAGA’: UNA VISITA PEDAGÓGICA A LA CÁRCEL DE MUJERES

Publicado:
13
Ago
2014
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Con sus testimonios de vida, las internas del Centro Penitenciario El Buen Pastor les enseñan a los docentes del colegio oficial Delia Zapata Olivella de Suba que ‘delinquir no paga’. 

El camino para llegar a ese lugar es solitario, silencioso. La mayoría de sus visitantes aseguran que un extraño frío les recorre los huesos cada vez que se acercan a esa enorme puerta azul. Saben que se trata de una prisión, un monstruo gris donde gobierna la soledad y la tristeza. 
 
Muchos llegan a esta cárcel, el Centro Penitenciario El Buen Pastor de Bogotá, para reencontrarse con sus mujeres queridas, unas 2 mil, las que ahora habitan estas celdas, otras, vienen a aprender.
 
Desde hace 7 años, cerca de 2 mil estudiantes y docentes del colegio Delia Zapata Olivella de Suba han visitado los centros penitenciarios La Modelo y el Buen Pastor, a través del Programa ‘Delinquir no paga’, para concienciar a la comunidad educativa sobre las consecuencias de violar la ley. 
 
En un viernes gris y lluvioso y los docentes del colegio se dirigen a la cárcel para experimentar ‘la terapia de choque’ con la que ellos aseguran han “aprendido a vivir y a valorar más cada minuto de su vida”
 
Sus sonrisas poco a poco se desvanecen al acercarse a la puerta azul de más de cuatro metros de alto. Después de una hora de espera, una guardia les notifica que pueden ingresar. Sin un solo objeto metálico ni sus celulares, los docentes se adentran a ese otro mundo. A ese mundo misterioso tras las rejas. 
 
“Es un momento que me llena de sentimientos encontrados. Es una experiencia única”, asegura Yolanda Tuta, docente de humanidades y español. 
 
Tres guardias aparecen y con voz fuerte les piden a los invitados levantar los brazos para la requisa. Con cautela revisan sus bolsillos y los palpan desde los pies hasta el cuello.
 
Luego del registro de ingreso con la cédula y huella de su índice derecho, los maestros llegan a los patios y a los cuartos de las reclusas. Es un paisaje singular: las rejas forman enormes tendederos, donde las mujeres cuelgan ganchos con ropa limpia y sucia. “No hay donde más, ese es nuestro clóset y esta nuestra casa”, asegura Ingrid Bonne, una de los huéspedes de El Buen Pastor quien gracias a su buen comportamiento tiene la libertad de caminar por los pasillos de la cárcel.
 
Mientras conocen las instalaciones del centro penitenciario y reciben un caluroso saludo o el cortante ‘quiubo’ de algunas de las reclusas, vestidas con su uniforme habano y franja anaranjada, los profesores se dirigen al templo sagrado del lugar, un poco abandonado y con olor a humedad, donde empiezan su ‘gran aventura de vida’, como afirma Zoraida Oliveros, docente de humanidades. 
 
La imagen de un Jesús crucificado los recibe en aquel recinto y algunos se persignan, otros cierran sus ojos y rezan el Padre Nuestro. Las reclusas líderes de la actividad les piden que conformen grupos de 6 a 9 docentes para que escuchen sus historias de vida. 
 
Hay nerviosismo y miradas de tristeza profunda. Un grupo de docentes se vuelve a encontrar con Ingrid Bonne, aquella interna de 45 años que se pasea por la cárcel y se caracteriza por su cabello blanco, su postura erguida y su acento paisa. 
 
Con el movimiento impaciente de sus piernas y sus manos encogidas dentro de la manga de la camisa Bonne, como la llaman los guardias, reitera que lo que le pasó a ella es una experiencia que no le desea a nadie. 
 
Aunque en la cárcel encontró el teatro y la bisutería, asegura que estar encerrada no es vida, es un infierno. “Como un costal sin fondo, todo se cae y a mí me pillaron” le asegura esta mujer a los docentes del colegio Delia Zapata Olivella que la observan y la escuchan atentamente a ella y a otras 10 reclusas.
 
Bonne tiene que cumplir 12 años por “haberse dejado llevar por las malas amistades”, como cuenta. Recuerda que era una mujer trabajadora que luchaba por conseguir el pan de cada día, pero se dejó persuadir por una de sus ‘mejores amigas’, quien le aseguró que como ‘mula’ ganaría dinero fácil y saldría de su difícil situación económica.
 
“Viajé a cerca de 4 destinos nacionales y salí bien librada. Nunca me pillaron” cuenta Ingrid, quien luego decidió llevar mercancía a Hong Kong, destino con el que, supuestamente, ganaría una gran suma de dinero. Pasó los filtros de control en Colombia pero en China la historia se volvió pesadilla. 
 
“El guardia me dijo que si tenía algo escondido que lo confesara de una vez”, recuerda Bonne con un gesto de angustia. “En ese momento se me desboronó la vida. Me encontraron lo droga que llevaba” agrega la mujer, mientras recuerda que fue devuelta a Colombia, avergonzada y llena de frustración, pues cuando llegó al aeropuerto en la capital bogotana fue arribada por los medios de comunicación que lo único que hacían era enfocar su rostro con las cámaras de video y preguntarle ‘¿Por qué lo hizo?’.
 
“Lo peor es que salí en todos los medios y mi familia se dio cuenta en lo que estaba metida. Desde ese momento me dieron la espalda y ahora estoy sola” dice Ingrid, pesimista sobre un mejor futuro después de que cumpla su condena, pues considera que ese centro penitenciario le bloqueó sus ideales y le cortó las alas. 
 
“Lo único que sé es que mi futuro está después de esa puerta azul. No sé nada más” dice la reclusa, mientras le pregunta a los profes si tienen alguna pregunta sobre su vida.  
 
Luego de un largo silencio, Felipe Caballero, docente de ciencias sociales, dirige su mirada hacia la interna y le afirma: “Tú caso de vida me sorprende. La falta de oportunidades hace que la gente busque salidas equivocadas”.
 
Después, con la voz entrecortada, Zoraida Oliveros, docente de humanidades agrega “hay mucho dolor y vidas atacadas. Es bueno ver cómo te ayuda oír otras situaciones humanas ya que nos guían y nos confirman que hay que pensar antes de actuar”. 
 
 
Al finalizar los testimonios de vida, caen lágrimas, se oyen los arrepentimientos y algunos de los docentes abrazan a las reclusas y les dan una voz de aliento. La mayoría de los participantes cuentan que con esta terapia de choque se sienten tocados física y emocionalmente, pues consideran que por una acción directa o indirecta, pueden sin querer estar en esa misma situación.
 
“Uno nunca sabe que decisiones podemos tomar a la ligera. Muchas no sabían que les iba a pasar esto por no responder a las leyes” asegura Fredy Delgado, funcionario del centro penitenciario mientras observa a los docentes. 
 
“Esta es la universidad de la vida, donde contamos nuestras historias para que aprendan y reflexionen”, dice la interna Mónica Quintana, quien llora desconsoladamente al recordar, como ella afirma, ‘su historia como mula’. Su  vida se derrumbó cuando le impusieron cerca de 13 años de cárcel y le quitaron de sus brazos a su hijo, quien está al cuidado de su madre.  
 
“Cada uno tiene que coger el buen camino, eso quiere decir no delinquir ni tampoco comer entero pues hay muchas personas que querrán engañarlos y meterlos en cosas raras” dice Mónica mientras busca consuelo en los brazos de una docente, quien no hace más que animarla y decirle que tiene que ser fuerte por esa criatura que la espera afuera.
 
Al observarla y soltar un suspiro de tristeza, Yolanda Tuta, docente de humanidades y español, afirma que la cárcel es un sitio lúgubre en el que nadie quisiera estar en ningún momento de su vida. “Definitivamente hay que valorar la libertad y evitar a toda costa cometer delitos que no valen la pena para estar privado de estar libre y tener a la familia cerca”. 
 
Por Catalina Zuluaga Gaitán
Fotos Julio Barrera